Extracto del articulo de A. de Armas en www.udlaspalmas.es
Pocos actos de homenaje o reconocimiento a un jugador pueden haber sido calificados de tan consensuado, merecido y popular como el que se le rindió al ex defensa y popular masajista Ernesto Aparicio el día de su definitivo adiós del mundo deportivo.
Consensuado porque el ex capitán nunca contó con segmentos de disconformidad, siendo un verdadero símbolo de afecto para todos los canarios. Merecido por su ardua labor y los inestimables méritos que concurrieron en su personalidad deportiva y humana. Popular, porque en pocos casos como aquel inolvidable día, detrás de nuestra presencia física, de nuestra adhesión personal y más aún, de nuestras palabras, se agrupaba el fervor cordial de todos los estamentos y hogares isleños.
Pretender glosar aquí en estas líneas las excelencias y hazañas de toda la trayectoria en el club de Ernesto Aparicio sería tarea ingente y no es el espacio indicado para ello.
A partir de la inolvidable fecha de su debut, el 28 de diciembre de 1958, en el legendario campo del Metropolitano ante el Atlético de Madrid, formando la retaguardia amarilla ese día el guardameta Pepín y los defensas Aparicio, Beltrán y Marcial, hasta la fecha que causó baja como jugador y capitán de nuestro equipo, un gélido y triste día invernal del mes de febrero de 1970, durante el reinado de esplendor de Luis Molowny, había demostrado ser un defensa de auténtica raza vistiendo con ejemplar gallardía y pundonor la camiseta de la UD Las Palmas, siendo la banda derecha su demarcación habitual.
Lateral de constante presencia atacante, se caracterizaba por su silbido gomero y su lenguaje gestual en la cancha, llevando a sus compañeros en volandas hacia la victoria con su proverbial aliento y entusiasmo. Frente erguida, recio en el ímpetu, con una amplia panorámica del terreno de juego, cumplía con aquella máxima castrense de: "Prietas las filas, impasible el ademán".
En Aparicio nunca existió la mera declaración de intenciones o política de gestos. Su lenguaje visceral y espontáneo quedaba muy lejos de la impostura y del falso glamour de nuestros días. Ernesto Aparicio hacía de su respuesta elíptica o silencio un dogma de fe y de cada uno de sus movimientos una pausa vital y evangelio porque como alguien que no acierto a recordar dijo pasamos los días en constante convivencia con nuestras palabras y nuestros silencios y difícil es distinguir quien influye o predomina más en nosotros, aquel que con facilidad sabe verbalizar o el que mira en su interior y no encuentra vocablos para expresar lo que realmente siente dentro de él.
Hoy, donde tanto prevalece la osadía, vulgaridad, egolatría y hueca vanidad, Aparicio nos ha dejado un claro ejemplo de naturaleza didáctica, haciéndonos ver que la capacidad de amar a una entidad se manifiesta más en las acciones encubiertas, y que la solidaridad, abnegación y entrega a una causa, están más cerca del silencio, y frente al permanente asedio de la ingratitud o indolencia es preciso que hagamos brotar como él lo hizo en su día esa llama de pasión y fe en valores tan sustanciales.
Y es que aunque el tiempo haya seguido su inevitable curso, el mundo de nuestro club es como la infancia, que queda diluida en formas pero que nunca llegamos a abandonar plenamente.
¿Cómo puedo expresar con palabras tantas horas compartidas con Ernesto Aparicio en mi despacho de la sede social, entrenamientos, aeropuertos, aviones, autobuses, hoteles, paseos…? Pude vislumbrar de inmediato que Aparicio en relación al club y nuestro equipo, tenía un concepto integrador, con un acusado sentido protector en constante vigía, y con una visión panorámica de todo lo que pudiera amenazar el desarrollo normal de la actividad y régimen interno de la entidad.
La reputación de la institución fue siempre para Aparicio cuestión prioritaria, preocupándose de cualquier detalle por nimio que pudiera parecer. No solamente observando con suma atención el estado de ánimo de los muchachos y sus lógicas preocupaciones y reivindicaciones, sino también sabiendo llevar el consejo adecuado en el momento oportuno. Y es que con tantos años de estoica disciplina y ejercicio profesional, había llegado a captar la más pura esencia de nuestro club, donde la prudencia, distinción, natural elegancia y rigor casi escolástico eran cualidades intrínsecas a la propia institución.
A Ernesto Aparicio y el que suscribe nos costaba conciliar el sueño y solíamos conversar en el hall del hotel hasta bien entrada la noche. Muy temprano en la mañana oía sus inconfundibles pasos y sabía que se encontraría allí, exactamente en su lugar preferido del salón, reflexionando sobre la difícil jornada que se avecinaba. Horas más tarde desayunábamos y solía acompañarlo en el autobús por las mañanas al estadio donde como en ceremonioso ritual, antesala de lo lírico, colocaba con esmero, celo y veneración cada prenda impregnada de un itinerante y fragante aroma.
Después de diez años viajando con el equipo ininterrumpidamente, preferí en aquellos años no viajar asiduamente por motivos de salud, pero por imponderables de última hora tuve que hacerlo a Gijón.
Al subir al autobús en el lugar habitual, pude de inmediato comprobar, que el primer asiento de la izquierda que había venido ocupando Aparicio durante tantos y tantos años, era utilizado por un jugador recién llegado al club que no tenía el honor de conocer, el cual de forma inocente e inconsciente, en perfecta sintonía con su aire desenfadado y juvenil, exteriorizaba con cánticos de forma extrovertida y desinhibida su estado de ánimo.
Descubrí, de pronto, que Ernesto Aparicio, al igual que sus mentados predecesores había entrado ya en otra realidad y dimensión, era una dimensión intangible, espiritual, metafísica, que se perdía por un instante en la memoria, formando una perfecta simbiosis con el propio impulso vital de la entidad.
En puridad, en lo que a los aficionados en general y a mí en particular concierne, Aparicio no se ha retirado nunca. Su imagen aún permanece latente en nuestro recuerdo. No se trata de una entelequia o frase apocalíptica, sino de un deseo que ahonda en el inconsciente colectivo de todos los grancanarios.
Funcionarios fieles al club que como Ernesto Aparicio contribuyeron a engrandecer la institución merecen nuestro más fervoroso reconocimiento, siendo acreedores de una distinción especial en las páginas de oro del club amarillo.
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